viernes, 13 de mayo de 2011

Fulgencio Gambeta

-¡Saquen el ron y préndanle candela al cuarto de Tula, que llegó Fulge!

Esa frase, dicha con fuerza y entusiasmo por una voz grave y ronca, me rescató de la agonía provocada por el fastidio reinante en uno de esos compromisos sociales a los que suelo asistir más por compromiso que por ganas de socializar.

Cuando el tedio de la fiesta comenzaba a liquidarme, apareció este hombre particular que no iba a olvidar por el resto de mi vida. Llamado por todos Fulge, el personaje que pronunció tan colorida oración fue bautizado por sus padres con el nombre de Fulgencio Gambeta, un tipo medio nómada, apasionado por la música cubana e hincha un equipo de fútbol que nunca ha ascendido a primera división.

Desde que entró al lugar, la pesadez del aire desapareció, y la reunión adquirió una diversión hasta el momento inexistente. Fulge fue saludando a cada uno de los presentes al tiempo que les invitaba un trago de ron venezolano, “el mejor del mundo”, como decía al pasar. Al momento de llegar a la terraza nos fue presentado a quienes no lo conocíamos.

Al saludar, miraba a las personas a los ojos durante unos 15 segundos, luego sonreía. Era un hombre no muy gordo, tampoco muy flaco. Sus ojos, que parecían dos islas grandes de un archipiélago formado junto con las pequeñas pecas de sus pómulos, estaban separados por la estrecha nariz en forma de ladera que terminaba en una depresión, rodeada por los montañosos labios carnosos que a todas las mujeres encantaban.

La costa de sus párpados daba inicio a unas pestañas con forma de jaral, templadas por el incesante abrir y cerrar de ojos de Fulgencio al conversar. Las cejas formaban una cordillera de pelo, que acompañaba con unos lentes de media luna para imitar el estilo de sus ídolos caribeños que tocaban la trompeta y la guitarra.

Su barba, como un bojedal, no podía esconder la pequeña cuenca que se formaba en su ancho mentón. Se afeitaba el bigote porque le disgustaba que no le cerrara el candado, esto le daba realce a sus mejillas que crecían cual dunas de piel color café.

Las orejas se alzaban como dos morrenas dentro de la desértica estancia que era su cabeza. Apenas un poco de cabello, similar al musgo de algunas plantas de climas fríos, crecía en la parte posterior de su cráneo.

De la septentrional frente de Fulge solo se veía un poco más de la mitad, el resto estaba oculta por un sombrero de ala corta volteada hacia arriba, que nunca se quitaba, y que era sostenido por sus orejas. Años después, me diría que tapaba su cabeza para que el sol no le quemara sus pensamientos.

Pero lo que más atraía de Fulgencio Gambeta era su forma de ser, esa personalidad que despertó el ánimo de todos y transformó la velada. Siempre tenía algo que decir, anécdotas para contar; pero no era de los que hablaba solo para llamar la atención, las personas lo escuchaban porque hablaba con gracia y sus cuentos eran poco comunes.

La caudalosa forma de hablar de Fulge no se la debía a los libros, no era precisamente un intelectual de biblioteca, era un erudito de la vida. Su cabeza protegida por el sombrero era un embalse de historias y experiencias almacenadas a lo largo de los años; y él no dudaba en compartirlas, dejando las más personales para sus amigos cercanos.

Sin importar lo carismático que era, siempre escondía un continente de misterio que todos intentaban descubrir. La curiosidad de los presentes por conocer las historias ocultas de Fulgencio crecía como la tundra en el páramo. Un hombre que, según decían, conocía cada rincón de la tierra, seguramente celaba montones de leyendas e historietas.

Palabra tras palabra, las personas de la fiesta se fueron sumergiendo en los cuentos de Fulgencio, ya sin preguntarse sus secretos. La reunión siguió su curso: los debates filosóficos afloraban y los bailes se iban apoderando se la sala del departamento, al ritmo del disco Buenavista Social Club.

Fulge, un músico y yo discutíamos sobre el tamaño ideal que debía tener una botella de cerveza, para que el líquido se conservara frío durante el tiempo justo de consumo. Eso nos llevó a discernir sobre el promedio de duración de un ser humano para ingerir un litro de cerveza, cuando comencé a sentir que el viento me zarandeaba. En ese instante, Fulgencio se percató de mi situación, y mirándome fijamente a los ojos, se acercó, me tomó los hombros y empezó a revolverme al mismo ritmo del aire.

Como en sintonía con el movimiento, el rostro de Fulge fue cambiando de forma: el bojedal de su cara desapareció, el musgo de la cabeza se hizo largo y la cordillera de sus cejas se rompió en la mitad. Al cesar la tembladera, el hombre se había transformado en mi esposa, esa compañera inseparable que me regaló la vida y, con la voz de mi mujer, dijo:

-Amor, estabas profundo.

Eché un vistazo y observé a varias personas conocidas, me encontraba casi acostado sobre un puf y a mi lado había una copa de vino a la mitad; mi esposa sonreía con dulzura. Estábamos en el cumpleaños de un aburrido abogado y me había quedado dormido. Le dije a ella:

-Podría jurar que estuve hablando con Fulge.

Dos segundos después abrieron la puerta de la casa y se escuchó:

-Sirvan el ron y pongan a sonar a Compay Segundo.

Fulgencio Gambeta acababa de llegar a la fiesta.


Por @GustavoECL

2 comentarios:

Ora dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ora dijo...

Hola Guzzz!

Gracias por pasar por el blog. Yo sé que volviste, también te sigo por tu radio.

A ver, la carta la escribí hace tiempo pero jamás la entregué. Me inspire en alguien pero en realidad era para todos. O para ninguno.

Te explico mejor en el blog.

Saludos.