domingo, 29 de mayo de 2011

Todo por un chiste

Sebastián estaba en la cola del cine para comprar algunos refrigerios, mientras su hermana aguardaba en la sala para reservarle un puesto junto a ella. La expectativa para ver una nueva película de El Padrino no era muy alta, la serie no necesitaba que se le añadiera nada más, al menos no en el cine, con un libro era suficiente. Sin embargo, su lealtad hacia la trilogía de Coppola y la curiosidad por las nuevas andanzas de los Corleone, les llevaron a un asiento frente a la gran pantalla.

Al recibir una bandeja de papas fritas, un par de bebidas y el dinero sobrante, Sebas, como le llamaban las personas de su entorno, se dio vuelta y salió caminando de la zona de alimentos. Se disponía a entrar a la sala número 1, donde aguardaba Anabella -su hermana-, cuando vio de reojo que un compañero de trabajo, que nunca le cayó bien, le hacía señas con los brazos.
Sebastián era profesional de la publicidad, pero por casualidades que ni él recordaba, tenía varios años viviendo de escribir sobre cine para una prestigiosa revista de su ciudad. Allí conoció a Saúl, el encargado de la sección de economía.

De antemano no confiaba mucho en los economistas, ni en nadie que entendiera cómo se manejaban los grandes flujos de dinero, pues consideraba que siempre sacaban provecho sobre el resto; pero no era por eso que Saúl nunca sería parte de los coprotagonistas de su vida (como él les decía a seres queridos). Tampoco es que perteneciera a la lista de villanos: “no es ni tan inteligente, ni tan importante”. Lo clasificaba como “papel de relleno”.

-¡Eh!, nariz de loro, aquí estoy, espera un minuto.

Inmediatamente vino a su mente la razón por la que no soportaba a Saúl: era un payaso. Siempre ponía apodos a las personas, y para llamar la atención contaba chistes, pero a Sebastián nunca le habían causado risa. Siempre le aseguraba: “con éste si te ríes”, pero no era así.

Quiso escabullirse, entrar a ver los comerciales previos a la película, pero fue imposible:

-¿Cuál vas a ver?, ¿El padrino? – Preguntó- No me jodas, ¿hasta cuándo Al Capone?

En ese momento, Sebas pensó: “No es Capone, ¡idiota!” Pero dijo:

-Sí, esa. Estoy apurado, me espera Anabella.

-Tómalo con calma viejito, ella puede esperar un minuto. –Respondió- Tengo un chiste nuevo buenísimo, ¡esta vez si te mueres de la risa!

Sabía que no iba a ser posible escapar, se resignó y casi suspirando agregó:

-Soy todo oídos, pero que sea rápido.

No pasó un segundo cuando Saúl empezó a decir su broma. Hacía muecas, torcía los ojos y brincaba, todo en pro de la chanza. Se esforzaba por lograr que Sebastián se carcajeara, era su deber lograrlo.

Cuando terminó el chiste, Sebas se sorprendió a si mismo riendo. Su compañero de trabajo lo miraba con asombro y regocijo, al tiempo que él soltaba risotadas cada vez más fuertes. La ocurrencia le había parecido realmente divertida y no podía parar de reír. Las personas que iban entrando se le quedaban mirando, pero no le importaba.

Cerró los ojos y comenzó a golpear una pared, la risa era incontenible. Recordaba el chiste una y otra vez en su cabeza, lo imaginaba, respiraba hondo y volvía a armar alborozo. Seguía riendo y abrió repentinamente los ojos, pero Saúl ya no sonreía, tenía expresión nerviosa y de desconcierto. Le preguntó: “¿Qué pasa?” Pero no hubo respuesta.

Miró a los lados y vio que las personas observaban con temor y hablaban en voz baja. Una niña se puso a llorar y su padre le tapó la cara. Pudo ver que uno de los trabajadores del cine le dijo algo a un oficial de seguridad y este se fue corriendo, pero el bullicio de la gente no le permitió escuchar. Detalló que todos los ojos no iban directo hacía él, sino a sus pies. Siguió las miradas y de repente sintió escalofríos; estaba paralizado, no podía creer lo que estaba viendo.

Yacía en el suelo, junto a la pared que minutos antes había golpeado, su cuerpo estaba como un juguete: inmóvil. No presentaba ninguna herida, tampoco moretones u otro indicio de sufrimiento físico, simplemente se encontraba allí, como si se hubiera desmayado. “¿Cómo es posible?”, pensó. Luego volvió a reflexionar: “¿Cómo puedo pensar lo que estoy pensando si perdí el conocimiento?”.

En ese momento llegó el oficial de seguridad que se había ido hace unos minutos, venía acompañado de dos paramédicos. Pasaron justo por el lugar en que estaba parado el Sebastián que pensaba, pero no lo tropezaron. Uno de los paramédicos le tomó el pulso en la muñeca, el cuello y uno de sus pies, luego miró a su compañero y negó con la cabeza. Conectaron unos cables a su pecho y observaron con detenimiento la pantalla de un aparato, pero por sus caras la respuesta no fue positiva.

Un minuto después llegó Anabella junto a Saúl, quien le había ido a buscar dentro de la sala. Estaba temblando y tenía las manos sudorosas. Como pudo, con una voz que casi se opuso a salir, preguntó a los paramédicos:

-¿Qué tiene? Soy su hermana.

Los dos hombres se miraron, ninguno decía nada. Hasta que uno de ellos dio un empujoncito al otro con su hombro, y este respondió:

-Lo siento señorita, está muerto.

Ella rompió en llanto y se sentó en el suelo, junto al cuerpo, a soltar todo el dolor y la impotencia que le producían la repentina muerte de su hermano. No imaginaba cómo había pasado, ni siquiera tenía idea de lo que había sucedido, pero en ese momento no quería averiguar nada, solo llorar.

El Sebastián que pensaba se hallaba aturdido ante toda la escena. Le hablaba, gritaba e intentaba tocarla en vano. Giró para hablar con Saúl y escuchó que uno de los paramédicos le decía:

- No podremos mover el cadáver hasta que llegue la policía.

“¿Cadáver?” Pensó Sebas. “¡No puedo ser un cadáver! ¡Aquí estoy!” Gritó con fuerza, pero todos lo ignoraron. Miró al autor del chiste, que era la única persona que podía tener alguna idea de lo sucedido, y dijo: “¿Qué carajo me ha pasado?, ¿Alguien me pegó mientras reía? Explícame ¡Coño!” Su compañero de trabajo no hizo caso.

La desesperación lo llevaba de un lado al otro del lugar, recapitulando cada instante de lo sucedido, desde que saludó a Saúl hasta que encontró su cuerpo en el piso. Se tomaba la parte posterior del cuello con su mano izquierda, juraría que estaba sudando pero no podía sentir el líquido.

Habría pasado media hora, cuando por la entrada del cine aparecieron dos policías uniformados y otro que vestía de civil. Sebastián supo que era uno de ellos porque tenía la placa ajustada al cinturón. Era evidente que este último estaba encargado del caso, porque de inmediato ordenó:

-Vayan a ver el cuerpo y pidan el informe a los paramédicos –Y preguntó- ¿Quién es el testigo?

Saúl se le acercó y le extendió la mano, el policía lo ignoro por unos segundos, luego le devolvió el saludo y dijo:

-¿Es usted?

-Sí, soy yo, oficial…

-Detective Colmenares, ¿su nombre es?

-Saúl López, detective. Todo –añadió temeroso- fue muy extraño. Nada más le conté un chiste.

El detective Colmenares le indicó con una mano que se callara, llamó a uno de los dos uniformados que le acompañaban y le ordenó que se quedara a su lado y anotara “cada palabra” del declarante.

-Ahora sí –decretó-, cuénteme todo lo ocurrido.

Antes de que el chistoso empezara a hablar se acercó Anabella, tenía los ojos hinchados y rojos, aunque había parado el sollozo. Se dispuso a escuchar. El Sebastián pensante se le unió en la tarea. Saúl habló:

-Nariz de loro… ¡Perdón! –Rectificó- Es que así le decimos en la oficina.

El pensante y su hermana le miraron mal.

-Continúe –mandó el detective.

-Vi que Sebastián iba a entrar a la sala y lo llamé para saludarlo, solo eso.

-Pero usted me dijo hace un instante que le había contado un chiste, no fue solo el saludo –recordó el detective Colmenares.

-Exacto, luego le conté un chiste –afirmó Saúl.

-¿Y luego que pasó? –interrogó el detective.

-Comenzó a reírse sin parar y luego ¡Puf! –Hizo un movimiento con sus manos- Se cayó.

-O sea que… ¿lo mató la risa? –Soltó en detective Colmenares- Eso no tiene sentido.

El policía que escribía, con cara de tonto, exclamó:

-¡Lo mató el chiste! ¡Lo mató el chiste!

-No diga pendejadas, eso es más disparatado todavía –le gritó el detective.

-¿Cómo puede matar la risa a una persona? –preguntó Saúl.

-¿Ustedes están sugiriendo que mi hermano se murió por reírse? –Intervino Anabella- ¡Están bien locos!

-Cálmese joven, estamos intentando descifrar el enigma –dijo el detective Colmenares.

-Pero no tiene pies ni cabeza –gritó Anabella, y se echó a llorar.

El detective observó el cadáver, meditó unos segundos y dijo:

-El cuerpo no puede seguir allí, métanlo a la bolsa. Ustedes –señaló a Anabella y Saúl- me acompañan a la comandancia para seguir con las declaraciones.

Entre los paramédicos y los policías levantaron el cuerpo y lo pusieron sobre una camilla en la que había una bolsa de plástico negra. El Sebastián que pensaba no podía creer lo que estaba viendo, y lo peor es que no había nada que pudiera hacer. Se había muerto de risa, nunca imaginó morir así. Era triste, se sentía desolado, no pudo despedirse de su familia y de sus amigos, ni siquiera de Anabella. La pobre Anabella, que le había acompañado al cine y ahora lloraba junto al cuerpo tendido.

Después de subirlo a la camilla, con su hermana llorando a un lado, los policías comenzaron a subir el cierre de la bolsa y Sebastián empezó a sentir calor. A medida que ascendía el cierre el calor aumentaba. De repente, cuando llegó a la altura del cuello, algo dentro de su cuerpo lo haló y abrió los ojos.


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